Al contrario que le pasa a algunas mujeres, a las que el instinto maternal se les despierta más tarde, se plantean la maternidad cuando ven que el tiempo para poder tener hijos se les agota o simple y llanamente, no les apetece tener hijos, yo siempre, desde pequeña, tuve claro que quería ser madre. Solía bromear con los sectores más conservadores de mi extensa familia confesando que “soltera, casada, viuda o monja, quería tener un hijo”. Pese a esa vehemencia propia de la juventud, mi buen juicio me decía que lo prudente era esperar a que las circunstancias en mi vida fuesen las apropiadas para poder garantizarle (o al menos intentarlo) un futuro relativamente confortable y seguro. Así que practicamos lo que entonces, algunos expertos, calificaban como “paternidad responsable” y mi primer hijo, Pablo, vino al mundo si bien no necesariamente “entre algodones”, sí a un hogar estable y deseoso de recibirlo.
Y aunque para entonces, yo ya había entrado de sobra en la treintena, la mayoría de nuestros amigos eran algo más jóvenes y sin planes, por el momento, para tener familia, con lo cual, en más de una ocasión, cuando no era posible “colocar” al crío con algún familiar, nos lo llevábamos de vacaciones con los amigos, sin que los pobres pudieran hacer nada por impedirlo.
Recuerdo especialmente una escapada a San Vicente de la Barquera, en Cantabria. Unos amigos, nos invitaron a su casa y allá que nos fuimos con el coche lleno hasta los topes de los miles de artilugios que los padres primerizos pensábamos que eran imprescindibles para un bebé de año y medio, ante el asombro de las otras dos parejas, que viajaban ligeros de equipaje sólo con sus maletas, pensando lo que se les vendría encima en un futuro no tan lejano.
Al final, la experiencia resultó bastante positiva y Pablo, acostumbrado a sus rutinas, nos dejaba comer tranquilos durmiendo la siesta plácidamente en su carrito. Por las noches, después de su biberón, se quedaba dormido mientras paseábamos hacia algún restaurante bien calentito enfundado en su sobre pijama, pues fue en el puente de Noviembre y aunque hacía muy buen tiempo, ya empezaba a refrescar por la noche. Algunas veces, recuerdo que poníamos música de U2 y de Estopa, que eran algunos de los grupos que nos gustaban en aquélla época y Pablo, que después se tornaría menos bailongo, obsequiaba a su audiencia con unos cuantos pasos de baile, eso sí agarrado a la mesa, para no perder su precario equilibrio o correteaba por ahí persiguiendo palomas, mientras nosotros tratábamos de no perder detalle de lo que nos rodeaba pero con el radar activado y el objetivo siempre a la vista.
Desde entonces, procurábamos llevarlo con nosotros siempre que nos íbamos, a no ser que fuera una fecha especial, como un aniversario, o alguna boda anti-niños (que las hay, incluso especificado en la invitación), etc. Con el nacimiento de nuestra segunda hija, Claudia, aún se hizo más complicado poder dejar a los peques a terceras personas (no es lo mismo dejar a uno que a dos), pero para entonces, ya le habíamos cogido el gustillo a planear viajes y escapadas donde los niños pudieran venir con nosotros y disfrutar todos juntos, en familia.
Porque a los niños con quien les gusta estar realmente es con sus padres, ¿o no os acordáis de aquel formidable anuncio de IKEA?, pero el trabajo y la obligaciones diarias nos impiden, en muchas ocasiones, dedicarles a nuestros hijos el tiempo que nos gustaría. Por eso, las vacaciones y el tiempo de ocio son un buen momento para compensarles por muchas ausencias forzosas, aprovechando para alejarnos por unos días de las preocupaciones, de tanta tecnología, volver al diálogo, a escucharles, a jugar y reír con ellos, a hacer actividades juntos, a dar largos paseos para observar y explicarles el mundo que nos rodea, sin prisas, saboreando esos momentos que son únicos y que se esfuman mucho más rápido de lo que pensamos.
Una amiga me contó una vez que conoció a una pareja en Tarifa (uno de los lugares con más encanto de Andalucía) que pasaba todas sus vacaciones viajando por el mundo mientras sus hijos se quedaban en Madrid con sus cuidadores. Me dieron mucha pena esos niños y aunque quizás yo estaba equivocada y estaban tan felices (con esos padres quizás lo pasaban mejor con la baby-sitter), no podía dejar de pensar en aquel anuncio sobre el abandono de mascotas y aunque las comparaciones son odiosas, me venía a la mente algo así:
En realidad, eso no podemos asegurarlo. Lo normal, es que a medida que se vayan haciendo mayores, prefieran viajar y vivir nuevas experiencias con sus amigos y/o parejas pero como vulgarmente se dice “eres lo que mamas” y de adultos, lo más probable es que hagan lo que han visto hacer a sus progenitores.
Por eso conozco a algunas familias que cada año realizan un viaje todos juntos, padres, hermanos, abuelos e incluso tíos y primos. Esas experiencias, aunque muchas veces no estén exentas de complicaciones, son muy enriquecedoras para todos los participantes de lo que no deja de ser toda una aventura, aunque no nos vayamos muy lejos…
Y vosotros ¿qué pensáis?